La tabla de lavar |
En
el verano,
quizá aquella actividad pudiera incluso considerarse un tanto lúdica o
festiva, pues la bonanza climática podía hacer coincidir sin prisa a
varias mujeres en la labor de realizar la colada. Quizás aquello les
sirviera de excusa para poder charlar amigablemente durante largo rato,
pero en invierno...
Ahora
podemos poner la lavadora y realizar otras tareas mientras tanto. Antes,
la colada suponía una dedicación exclusiva, mucho trabajo físico y mucho
tiempo. Una vez que se elegía qué ropa era la que había que higienizar
había que cargarla en un barreño, en aquel entonces de latón y bajarse
al río, un poco más allá del nacimiento de la
Fuente
Vieja, en aquel lugar se realizó una pequeña presa que
hacía subir el nivel del agua y la detenía, facilitando la labor. Pero
había otro instrumento que resultaba necesario; la tabla de lavar.
La
tabla de lavar estaba hecha en madera, la parte delantera era alargada y
se hallaba estriada, por esas estrías se hacía pasar la ropa y se
enjabonaba una vez y otra, se hacía para hacer espuma y arrancar la
suciedad. Se cogía la prenda y se metía sacudiéndola en el agua, se
sacaba y se enjabonaba, se frotaba contra las estrías para hacer espuma,
se metía de nuevo en el agua y se sacudía para aclararla y así se
repetía el proceso las veces necesarias hasta considerar que se había
quedado la ropa limpia.
Uno debía arrodillarse sobre la tabla, por lo que un pequeño cajón que
precedía a la parte alargada servía para meter las rodillas y no hacerlo
directamente sobre la tierra, pero la madera es dura, por lo que
resultaba habitual el llevarse algún tipo de cojín que aliviara esa
posición.
Así pues, para ahorrar viajes, la imagen de las mujeres con el barreño
en la cabeza y la tabla bajo el brazo y pegada al cuerpo, camino del
río, era una estampa frecuente.
Sin embargo, lo peor era el invierno. Una temperatura bajísima y un agua
casi igual de fría hacían que los sabañones y el dolor, resultaran
aditivos habituales a la realización de la colada.
No obstante, había otro aliado a la hora de blanquear la ropa; el sol.
Dejar la ropa secar al sol era una manera efectiva de eliminar manchas y
dejar las prendas de un blanco inmaculado. Por eso se solía utilizar la
ladera del monte para prender en las aliagas la ropa para que viento y
sol cumplieran su función.
Con el tiempo, se construyó un pilón en la fuente que se utilizaba para
aclarar la ropa y evitar arrodillarse en el río. En otros pueblos como
Cenegro construyeron lavaderos propiamente dichos.
También en otros lugares utilizaban palos o maderos más o menos planos
para sacudir las prendas en lugar de frotarlas contra la tabla para
hacer espuma. Al tiempo, era conocido el poder limpiador y desinfectante
de la ceniza, la lixiva era el modo en que en algunos
lugares llamaban al producto de hacer pasar agua caliente y enjabonada
por un tamiz donde se colocaban las cenizas del hogar. Esa agua se hacía
pasar por la ropa varias veces y se guardaba para limpiar después
incluso vajillas o mobiliario.
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